Desde la profundidad en que habita sumergido, el pez contempla su orbe acuático, y ve también la luz de una atmósfera extraña, de un lugar que le es ajeno. Y su ojo gira en cualquier dirección. Libre su mirada, libre además su ir y venir en las aguas, parece dirigirse en un sentido u otro, paralelo al fondo, a la superficie a la que observa también.
El abanico de posibilidades de su movilidad y el de su visión son esféricos, múltiples en cada instante: la mesa, el mantel y los manjares, todos a su alcance. Menú de sueños disfrazado, el sentido que su movimiento decide no tiene que coincidir con la proyección de su mirada. Inconsciente, el pez descubre una realidad distinta, de parámetros insospechados, a partir de espacios, cuerpos y perfiles conocidos para él. Por favor, silencio: la ventana anhela la belleza.
Luz siempre, madera para los cinco sentidos. Cuando el hielo se deshace y cuando no se deshace, el pez se convierte en servidor, y su ojo, en el mensaje que busca la dicha. La palabra es un árbol, y la imagen su faro: cada paso, cada zig-zag, un instante en el mar de la gran muralla. Tras ella, los pronombres son objetos, el viento es un matiz. Sí, silencio, sombras variables, lírica detenida, enseres en ese ser que el pez es, aquí y ahora, como un arpa sin límites.
La velocidad del reloj persigue cada emoción. Ínfimos confines ante una pared inmensa. Signos atrapados en cada figura. Guiños, ciertas ironías, breve revuelo, ámbitos todos que necesitan ser abrazados después de ser divisados. El pez escruta cada símbolo fuera de la ley. La página se adentra en un oculto rincón subterráneo, entre las raíces, entre las formas; sutilezas, secuencias y ensayos, piel de semillas.
J.Seafree (octubre, 2010)
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